Tras unos años de feliz vivencia con su esposa, y tras su muerte, decide quedarse en la tierra prometida de esa mal llamada libertad de El Idilio, desterrado definitivamente ya de la etnia de los shuar tras cometer un error que se pagaba con la lejanía y el olvido.
En su pequeña cabaña, acondicionada a su edad y mínimas necesidades, vivía y recordaba sus momentos como miembro de la tribu de los shuar, los mal llamados jíbaros. Ahora, era requerido por su Gobierno, siempre a la fuerza, para resolver situaciones límite que había comenzado otro “desdeñoso gringo” por su mala adaptación a la vida en la selva.
Cada uno de los movimientos de Antonio José Bolívar Proaño era una perfecta adecuación de lo que cada hombre debía hacer en el Amazonas para vivir en armonía; hombres que en muchas ocasiones eran capaces de morir para salvarla como en el caso de Chico Mendes.
Las dificultades de vivir en la selva también hablaban de la belleza que en ella había, de sus leyes, etc. Su final, como el final de todo ser, se aproximaba y tal vez la última de las correrías selva adentro, enfrentado a un felino que medía su inteligencia y poder con un hombre, Antonio José Bolívar Proaño, en su búsqueda de la venganza por una mala actuación del hombre blanco; una vez más se había abusado de la fuerza al matar a sus cachorros en la época de las primeras lluvias, cuando las hembras iban en busca de comida y dejaban a sus crías a cargo de los machos.
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